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Categoría: Cuentos La Cenicienta es uno de los cuentos de hadas más conocidos en todo el mundo. Su origen se remonta a antiguas leyendas populares transmitidas oralmente. La versión más famosa en Europa fue escrita por Charles Perrault en 1697, aunque también existe una versión más antigua de los hermanos Grimm, publicada en 1812. Sin embargo, la historia tiene raíces aún más antiguas: la primera versión escrita se encuentra en la antigua China, alrededor del año 850, y se titula Ye Xian. En total, se han registrado más de 500 versiones de este cuento en distintas culturas, desde Egipto hasta América Latina. "La Cenicienta" ha sido adaptada en numerosas películas, obras de teatro, óperas, series animadas y musicales. Entre las más conocidas están la película animada de Disney de 1950 y adaptaciones modernas como La Cenicienta (2015) o A Cinderella Story (2004). Datos curiosos
Breve resumen de la historiaI Introducción: Una joven llamada Cenicienta vive con su madrastra y sus hermanastras, quienes la maltratan y la obligan a hacer todos los quehaceres del hogar. Nudo: El príncipe del reino organiza un gran baile para encontrar esposa. Gracias a la ayuda mágica de su hada madrina, Cenicienta logra asistir, pero debe regresar antes de la medianoche. Allí cautiva al príncipe, pero al huir deja caer un zapato de cristal. Desenlace: El príncipe recorre el reino buscando a la dueña del zapato. Finalmente, encuentra a Cenicienta, quien demuestra ser la joven del baile. Se casan y viven felices para siempre. Personajes principales
La Cenicienta Había una vez, en un lejano reino, una joven hermosa y bondadosa llamada Cenicienta. Vivía en una gran casa a las afueras de la ciudad junto a su madrastra y sus dos hermanastras, Anastasia y Drizella. La casa había sido, en otros tiempos, un lugar lleno de luz, alegría y risas, pues su padre —un comerciante de buen corazón— cuidaba con esmero de su hija y de todos los rincones del hogar. Sin embargo, tras la triste y repentina muerte de su padre, todo cambió. Desde aquel día, la madrastra, una mujer altiva, fría y de mirada calculadora, comenzó a mostrar su verdadero rostro. Su trato hacia Cenicienta se volvió cruel y despiadado. Ya no era la niña alegre que jugaba en el jardín o escuchaba historias al calor de la chimenea; ahora era tratada como una simple sirvienta. La obligaban a barrer los pisos de mármol, lustrar los muebles, encender la chimenea antes del amanecer, preparar los desayunos, lavar la ropa en el río helado y servir a sus hermanastras en cada uno de sus caprichos. Las dos hermanastras, aunque siempre vestidas con los trajes más caros y adornadas con collares y broches brillantes, tenían el corazón marchito por la vanidad y la envidia. Les molestaba la natural belleza de Cenicienta: su cabello dorado que brillaba incluso sin adornos, sus ojos azules como el cielo de primavera y, sobre todo, su dulzura, que ni los peores maltratos lograban apagar. —¡Apúrate, Cenicienta! —gritaba Drizella desde su habitación—. Mi vestido necesita un nuevo dobladillo antes del desayuno. —Y no olvides lustrar mis zapatos —añadía Anastasia, lanzándole un par de zapatillas de charol—. No quiero ni una mancha en ellos. Cenicienta agachaba la cabeza y obedecía, sin quejarse, aunque en su corazón deseaba poder salir al mundo, correr por los campos libres, leer libros bajo los árboles o bailar en un gran salón iluminado con candelabros de cristal. Pero esa vida parecía lejana, casi imposible. Una mañana, cuando el sol apenas asomaba, un pregonero real llegó al pueblo montado en un caballo blanco y anunció con gran entusiasmo: —¡Por orden del Rey! Se celebrará un baile en el palacio real para que el príncipe encuentre esposa. ¡Todas las jóvenes del reino están invitadas! La noticia corrió veloz por toda la comarca. Las hermanastras chillaron de alegría y corrieron a sus habitaciones a revolver vestidos, sombreros y guantes. —¡Debo usar mi vestido azul con bordados dorados! —gritó Anastasia. —¡Y yo mi collar de perlas verdaderas! —dijo Drizella—. El príncipe quedará encantado. Cenicienta, que cosía discretamente en un rincón, no pudo evitar preguntar con voz suave: —¿Puedo ir yo también al baile? La madrastra la miró de arriba abajo con desdén, alzando una ceja. —¿Tú? ¿Ir al baile? —rió con frialdad—. No seas ridícula. No tienes un vestido apropiado... y además, debes terminar todos tus quehaceres antes de pensar en diversiones. Las hermanastras estallaron en carcajadas, señalando sus ropas sencillas y sus manos cubiertas de hollín. —¡Mira cómo estás! Llena de cenizas... ¡por eso te llamamos Cenicienta! —se burlaron. El gran día llegó. Las hermanastras pasaron horas frente al espejo. Cenicienta, con paciencia infinita, ayudó a peinar sus cabellos, a ajustar sus corsés, a colocar flores frescas en sus tocados. —¡No aprietes tanto! —gruñó Anastasia. —¡Ese lazo no combina! —se quejó Drizella. Cuando por fin estuvieron listas, la madrastra las acompañó hasta la carroza que las llevaría al palacio. Antes de irse, le lanzó una última mirada de desprecio a Cenicienta, que las observaba en silencio junto a la puerta. —No te atrevas a salir de casa esta noche —ordenó—. Y asegúrate de dejar todo impecable para cuando regresemos. Cenicienta cerró la puerta lentamente. Se sentó junto a la chimenea, agotada y con el corazón triste. Lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas mientras sus manos acariciaban un retazo de tela vieja. Entonces, una luz cálida llenó la habitación. Una figura resplandeciente apareció ante ella: era su hada madrina. —No llores más, querida niña —dijo con voz suave y serena—. Tú también irás al baile. Cenicienta la miró asombrada. —¿Cómo podría ir así vestida... y sin carroza? El hada sonrió con ternura y alzó su varita mágica. Tocó una calabaza del huerto, que de inmediato se transformó en una lujosa carroza dorada. Cuatro ratones se convirtieron en imponentes caballos blancos; una lagartija se volvió un apuesto cochero. Por último, apuntó hacia Cenicienta, cuyo vestido de trabajo se transformó en un espléndido traje de gala: un vestido de seda azul celeste con bordados plateados que brillaban como estrellas. En sus pies aparecieron dos delicadas zapatillas de cristal. —Pero recuerda —advirtió el hada madrina—, debes regresar antes de la medianoche. Cuando el reloj marque las doce, el hechizo se romperá. Cenicienta asintió emocionada. Subió a la carroza y partió hacia el palacio, con el corazón latiendo de ilusión. El salón del palacio resplandecía con mil luces. Candelabros colgaban del techo, orquestas tocaban melodías encantadoras, y nobles de todo el reino charlaban y reían. Cuando Cenicienta entró, todos quedaron maravillados. Nadie reconoció a la joven vestida de cenizas: ahora parecía una princesa salida de un cuento. El príncipe, al verla, dejó de hablar con sus invitados y se acercó a ella. —¿Puedo invitarte a bailar? —preguntó con una reverencia. Cenicienta asintió, ruborizada. Bailaron sin cesar, dando vueltas por el salón mientras todos los ojos los seguían con asombro. El príncipe no apartaba la vista de ella, fascinado por su gracia y dulzura. Las horas pasaron volando. De pronto, el gran reloj del palacio comenzó a dar las doce campanadas. Cenicienta se asustó. —¡Debo irme! —exclamó, apartándose del príncipe. Corrió escaleras abajo mientras su vestido comenzaba a desvanecerse. En su prisa, una de sus zapatillas de cristal quedó en los escalones. Cenicienta subió a la carroza que la esperaba y desapareció en la noche, justo antes de que el hechizo se rompiera. El príncipe recogió la pequeña zapatilla, decidido a encontrar a su dueña. Al día siguiente, envió mensajeros por todo el reino. —¡El príncipe ha ordenado que todas las jóvenes prueben esta zapatilla! —anunciaban—. Quien logre calzarla, se convertirá en su esposa. La noticia llegó hasta la casa de Cenicienta. Las hermanastras se apresuraron a probarse el zapato. Drizella empujó su pie con fuerza, intentando que entrara, pero fue inútil. Anastasia incluso intentó cortar parte de su media, pero tampoco funcionó. —¿No hay nadie más en esta casa? —preguntó el mensajero real. —Nadie —dijo la madrastra con nerviosismo—. Sólo nuestra sirvienta. Pero Cenicienta apareció en la escalera. —¿Puedo intentarlo yo? —¡Tú no! —gritó la madrastra—. ¡No eres nadie! El mensajero insistió. Cenicienta bajó, se sentó con elegancia y deslizó su pie en la zapatilla. ¡Encajó a la perfección! En ese instante, un resplandor llenó la sala: el hada madrina apareció y transformó su ropa en el vestido del baile. Las hermanastras se quedaron mudas de asombro. La madrastra palideció. Cenicienta sonrió con dulzura. El príncipe llegó al instante, tomó su mano y la miró con ternura. —¡Te he encontrado! —dijo feliz. Poco después, celebraron una gran boda en el palacio. Toda la corte aplaudió la unión del príncipe con la joven de corazón puro. Cenicienta perdonó a su madrastra y hermanastras, pero eligió empezar una nueva vida rodeada de bondad, lejos de la envidia y la maldad. Y así, Cenicienta y el príncipe vivieron felices para siempre, en un reino donde la esperanza, la generosidad y el amor verdadero reinaban por encima de todo. Preguntas de comprensión lectora
Respuestas a las preguntas de comprensión lectora
Reflexión Leer La Cenicienta es como abrir una puerta mágica a un mundo donde la esperanza y la bondad vencen las injusticias. Es un cuento que, aunque ha sido contado miles de veces, sigue tocando corazones por su mensaje de fe en uno mismo y la recompensa del buen corazón. La moraleja del cuento es clara: la bondad, la paciencia y la humildad pueden superar cualquier dificultad. Aunque Cenicienta sufre, no pierde la esperanza ni el amor por la vida. El destino la premia no por su belleza, sino por su nobleza de espíritu. Glosario de términos
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